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El bufón de Vidiago (Leyenda)…

El bufón de Vidiago (Leyenda)

Había una vez en Vidiago un noble que era dueño de un hermoso castillo y de tantas y de tan considerables propiedades que se le tenía por uno de los hombres más ricos del territorio.
Era su esposa noble y recatada, hermosa y rezadora; hacía honor a esa reputación, siendo gentil con los huéspedes, calentando como un rayo de sol los corazones, ejercitando ampliamente las virtudes de la caridad cristiana.
Fundara el noble conventos, ermitas y hospitales, que había dotado con abundantes recursos; decoró iglesias y capillas y todos los días de fiesta vestía y alimentaba a un gran número de pobres, que ascendía a veces a centenares. Unas cuantas docenas de ellos se habían hecho asiduos: comían en el patio del castillo y no cesaban de prodigar alabanzas al hidalgo.
Una pena embargaba su corazón: no le había dado Dios descendencia por línea de varón. Sólo una hija, criada como flor de invernadero, rubia y delicada, de cuerpo hermosamente formado, que pasaba las más de las horas asomaba al amplio ventanal de la torre o paseando, en la compañía de una doncella aldeana, fiel como un can, por hermosos salones, almenas y jardines.
Algunas noches, por entre el fuerte murmullo del viento, se enfurecía el mar y llegaban al castillo unos extraños ruidos; bien parecían suspiros, largamente contenidos, del monstruoso cuélebre. Más de una noche las dos jóvenes habían conversado sobre el origen de aquellos ruidos y más de una vez concertaron acercarse al fenómeno.
Por fin, una noche el fuego de la curiosidad se avivó y, no les siendo posible seguir dominando sus anhelos, calzaron sus zapatos y, sigilosamente, salieron del castillo, iluminadas por una antorcha; descendieron por la suave y solitaria ladera del montículo en que se alzaba la noble morada y marcharon tras el perro hasta llegar a una encrucijada, en un robledal, junto a un manantial. Aquellas aguas se juntaban en una fuente, en cuya piedra había mandado el noble de Vidiago tallar un banco para descanso de los peregrinos. De pronto, ante ellas, con una potencia misteriosa, se eleva en el aire una tromba de agua entremezclada en blanquecina espuma, seguida de enorme y lastimero trueno. La antorcha se apagó y las dos jóvenes, como queriendo ahuyentar el pánico, se abrazaron, deshaciéndose en lágrimas.
Una música suave, como de laúd, las despertó de su desconcierto. La doncella rubia, grácil y de serenos ojos azules, latiéndole en desorden el corazón, sólo acertó a escuchar:

«Señora, soy vuestro cautivo,
que vos preso me lenedes,
que por vos muero e por vos vivo,
fazed, pues, lo que queredes».

Con la música habían cesado los ruidos. Asomaba ya el sol del nuevo día cuando la doncella, sola, erguida, mirando atentamente en su derredor, avanzando por el sendero fue a encontrar al gentil trovero. Sin perder detalle de la varonil aparición, la joven mantenía en ella la mirada de sus cálidos ojos. Tras el respetuoso saludo, sin dejar de mirarse, los dos jóvenes se abandonaron en sabrosa plática. El trovero no apartó la vista de la belleza de la doncella, quien a su vez hizo lo mismo y no dejó de admirar al joven, que representaba una considerable parte del mundo con la que desde tanto tiempo había soñado en secreto. Habla nacido el amor.
Pero, de súbito, bajó avergonzada la mirada: a sus oídos habían llegado los ruidos de la mesnada del castillo. El castellano de Vidiago sorprendió la escena y furioso se arrojó sobre los enamorados. Los dos cuerpos son lanzados a una ahoyadura con salida a la mar, por donde emergían los ruidos que la fuerza expansiva del aire producía.
Aseguran los viejos del lugar que en las noches en que suena el «Bufón», entremezclados con los truenos, se oyen lamentos de madre y suspiros de amor.

Anónimo

Compartido por Jose Bolado

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